Por Facundo Manuel Cuesta
I
Fútbol y machismo, argentinidad y patriarcado, se rozan de modos diversos. Soy de esa generación de varones que pudo ver a Maradona en los mundiales y que llegamos a muchas preguntas de grandes. En el mejor de los casos para el grueso de mis congéneres varones, el cuestionamiento de nuestro propio machismo nos lleve por un sendero de reducción de daños, y no como justificación de lo que falta sino como planteo de tareas concretas; que dibuja un campo de lo posible real siempre impreciso y móvil, sobre todo en función del deseo y lo que el mundo nos devuelve realimentándonos.
El planteo de “varones deconstruidos” (como el de “hombre nuevo” que atravesó a la generación militante de nuestros viejos) es una aspiración más que una posibilidad, aunque irremediablemente esto que somos: sucio, incompleto, contradictorio, como el Diego, pero en movimiento, se juzgue desde ese ideal (ahí también hay un modo de lo hegemónico). Es un camino a recorrer toda la vida con la fuerza y el deseo a mano, y también con amor (propio y colectivo). Y que requiere mucho huevo de cada varón porque muy probablemente empiece por reconocer eso que siempre se nos enseñó a escamotear, nuestra propia parte lastimada, probablemente por otro varón, probablemente por nuestro papá.
¿Cuánto cambiaría el mundo si los varones pudiéramos ajustar las cuentas con nuestros viejos? Asumir el lugar doliente, y que otro varón nos pueda escuchar así, ahí… siempre algo se escucha si hablamos. Asumir la angustia por la paternidad sobre el dolor del otro, y capaz reencontrar y paladear el propio con el rol cambiado. O viceversa. Es muy jevi, pero también liberador.
¿Cuántas veces escuchaste estos días «mi viejo no llora nunca pero con el Diego…»?
La muerte del Diego nos deja un magma sensible que reverbera en un enorme tesoro.
…y como la cosa es con el cuerpo, pido la pelota.
II
Yo vi el mejor gol de la historia. Entonces no lo sabía, pero fue el 22 de junio de 1986 en el partido de cuartos de final de la copa del mundo, que Argentina le ganó a Inglaterra 2 a 1. Ese día mi viejo prendió la tele para ver el partido, pero yo jugaba abajo de la mesa. En un momento algo me llamó la atención, porque dejé todo y levanté la cabeza para verlo como a 2 metros de la pantalla, tensaba el cuerpo mientras decía “úia, úia” y se paraba agarrado a la mesa. Su cara maravillada y sufriente, incrédula y fascinada me atrapó. No sabía que del otro lado Diego Maradona tiraba la magia que emocionaba a esos ojos que me emocionaban a mi; pisando, girando, apilando y llevándose la pelota desde mediacancha, metiéndose al área entre dos, y con lo imposible dar ese toque mientras se caía para meterla adentro. La luz del tubo le iluminaba la cara. Saltó y gritó “Goool-Golazo!!!”; yo también salté y grité “gol!” y nos dimos un abrazo. “Goool viejitoooo” me dijo levantándome un poco del suelo. No sé cuánto duró todo… pero nunca miré la pantalla, lo miré a mi viejo. El mejor gol del mundo fue esa magia en ese cuerpo; la maravilla que lo hizo brillar y explotar; ese abrazo, ese “viejitooo”. Tenía 8 años.
Mi viejo, único hijo de migrantes españoles, no tuvo una infancia fácil ni cándida. Por encima del relato que exaltaba la grandeza de su padre, mi abuelo, que se llamaba Facundo, como él y como yo; con mi hermana pudimos unir fragmentos que hablan de una infancia atravesada por la violencia de un padre loco y lo que pudo una madre que, también víctima, no pudo elegir entre la foto familiar y protegerlo; la época no ayudaba tampoco (¿quién elige qué y cómo?).
Sufrió mucho. Creció con eso adentro; ese dolor, esa bronca, esa nube oscura que lo cubrió toda su vida, y lo visitaba en la penumbra de la tarde cuando se sentaba sólo (con ella) a escuchar tango y fumar lentamente. Y rememoraban vaya a saber qué cosa, o lo arrastraba a participar en letras sórdidas actuando reyertas y tragedias que vaya uno a saber… Frente a sus demonios tomó el camino de meterse para adentro; en vez de abrir y abrir, tapó y tapó. Buscó enterrar bajo gruesas capas los dolores viejos, y después los nuevos. Así aprendió a tramitar la angustia y, bajo tierra, se fue quedando sin luz.
Con mayor o menor conciencia, quizá fantaseó que tener un hijo varón le permitiría reescribir algo; quizá reparar, quizá sanar lo que le ardía adentro, pero jugando otro partido en otra cancha. Reescribir una historia de un Facundo padre y un Facundo hijo, pero sin los huevos para mirarse antes de frente, y quizá putear mal no sea a una foto vieja, y quizá llorar, y quizá sacar telaraña y juntar pedazos, y ahí sí.
Metiéndose para adentro se perdió y no pudo encontrar el camino de vuelta. Preso de sus fantasmas repitió una historia de violencia y locura; pero con otros personajes y otro final. Porque nunca nada, nada, se repite igual. Porque aún repitiendo las letras de un nombre, las posibilidades que dan otros vínculos, y el propio camino en el devenir vital construye otros mundos, aunque se toquen.
Así estoy escribiendo esto, recordando el mejor gol en mi historia incompleta. Visto, no en la pantalla de un televisor blanco y negro, sino en el cuerpo dolido de mi viejo capturado por la magia de Maradona. Un instante en que él pudo ser luminoso y bello, y en que yo, a pesar de todo, puedo verlo así. Ese es mi gol, el mejor del mundo.
Y gracias de nuevo Diego!
26 de noviembre de 2020